Homilìa del Santo Padre Francisco: Jubileo de los enfermos

12-06-2016 Vatican.va

12-06-2016 Giubileo Ammalati

 

JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

JUBILEO DE LOS ENFERMOS Y PERSONAS DISCAPACITADAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro 
Domingo 12 de junio de 2016

[Multimedia]

 

 

«Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,19). El apóstol Pablo usa palabras muy fuertes para expresar el misterio de la vida cristiana: todo se resume en el dinamismo pascual de muerte y resurrección, que se nos da en el bautismo. En efecto, con la inmersión en el agua es como si cada uno hubiese sido muerto y sepultado con Cristo (cf.Rm 6,3-4), mientras que, el salir de ella manifiesta la vida nueva en el Espíritu Santo. Esta condición de volver a nacer implica a toda la existencia y en todos sus aspectos: también la enfermedad, el sufrimiento y la muerte esta contenidas en Cristo, y encuentran en él su sentido definitivo. Hoy, en el día jubilar dedicado a todos los que llevan en sí las señales de la enfermedad y de la discapacidad, esta Palabra de vida encuentra una particular resonancia en nuestra asamblea.

En realidad, todos, tarde o temprano, estamos llamados a enfrentarnos, y a veces a combatir, con la fragilidad y la enfermedad nuestra y la de los demás.

Y esta experiencia tan típica y dramáticamente humana asume una gran variedad de rostros. En cualquier caso, ella nos plantea de manera aguda y urgente la pregunta por el sentido de la existencia. En nuestro ánimo se puede dar incluso una actitud cínica, como si todo se pudiera resolver soportando o contando sólo con las propias fuerzas. Otras veces, por el contrario, se pone toda la confianza en los descubrimientos de la ciencia, pensando que ciertamente en alguna parte del mundo existe una medicina capaz de curar la enfermedad. Lamentablemente no es así, e incluso aunque esta medicina se encontrase no sería accesible a todos.

La naturaleza humana, herida por el pecado, lleva inscrita en sí la realidad del límite. Conocemos la objeción que, sobre todo en estos tiempos, se plantea ante una existencia marcada por grandes limitaciones físicas. Se considera que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz, porque es incapaz de realizar el estilo de vida impuesto por la cultura del placer y de la diversión. En esta época en la que el cuidado del cuerpo se ha convertido en un mito de masas y por tanto en un negocio, lo que es imperfecto debe ser ocultado, porque va en contra de la felicidad y de la tranquilidad de los privilegiados y pone en crisis el modelo imperante. Es mejor tener a estas personas separadas, en algún «recinto» —tal vez dorado— o en las «reservas» del pietismo y del asistencialismo, para que no obstaculicen el ritmo de un falso bienestar. En algunos casos, incluso, se considera que es mejor deshacerse cuanto antes, porque son una carga económica insostenible en tiempos de crisis. Pero, en realidad, con qué falsedad vive el hombre de hoy al cerrar los ojos ante la enfermedad y la discapacidad. No comprende el verdadero sentido de la vida, que incluye también la aceptación del sufrimiento y de la limitación. El mundo no será mejor cuando esté compuesto solamente por personas aparentemente «perfectas», por no decir «maquilladas», sino cuando crezca la solidaridad entre los seres humanos, la aceptación y el respeto mutuo. Qué ciertas son las palabras del apóstol: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios» (1 Co 1,27).

También el Evangelio de este domingo (Lc 7,36-8,3) nos presenta una situación de debilidad particular. La mujer pecadora es juzgada y marginada, mientras Jesús la acoge y la defiende: «Porque tiene mucho amor» (v. 47). Es esta la conclusión de Jesús, atento al sufrimiento y al llanto de aquella persona. Su ternura es signo del amor que Dios reserva para los que sufren y son excluidos. No existe sólo el sufrimiento físico; hoy, una de las patologías más frecuentes son las que afectan al espíritu. Es un sufrimiento que afecta al ánimo y hace que esté triste porque está privado de amor. La patología de la tristeza. Cuando se experimenta la desilusión o la traición en las relaciones importantes, entonces descubrimos nuestra vulnerabilidad, debilidad y desprotección. La tentación de replegarse sobre sí mismo llega a ser muy fuerte, y se puede hasta perder la oportunidad de la vida: amar a pesar de todo, amar a pesar de todo.

La felicidad que cada uno desea, por otra parte, puede tener muchos rostros, pero sólo puede alcanzarse si somos capaces de amar. Este es el camino. Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino. El verdadero desafío es el de amar más. Cuantas personas discapacitadas y que sufren se abren de nuevo a la vida apenas sienten que son amadas. Y cuanto amor puede brotar de un corazón aunque sea sólo a causa de una sonrisa. La terapia de la sonrisa. En tal caso la fragilidad misma puede convertirse en alivio y apoyo en nuestra soledad. Jesús, en su pasión, nos ha amado hasta el final (cf. Jn 13,1); en la cruz ha revelado el Amor que se da sin límites. ¿Qué podemos reprochar a Dios por nuestras enfermedades y sufrimiento que no esté ya impreso en el rostro de su Hijo crucificado? A su dolor físico se agrega la afrenta, la marginación y la compasión, mientras él responde con la misericordia que a todos acoge y perdona: «Por sus heridas fuimos sanados» (Is 53,5; 1 P 2,24). Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque toma sobre sí nuestro sufrimiento y lo redime. Nosotros sabemos que Dios comprende nuestra enfermedad, porque él mismo la ha experimentado en primera persona (cf. Hb 4,5).

El modo en que vivimos la enfermedad y la discapacidad es signo del amor que estamos dispuestos a ofrecer. El modo en que afrontamos el sufrimiento y la limitación es el criterio de nuestra libertad de dar sentido a las experiencias de la vida, aun cuando nos parezcan absurdas e inmerecidas. No nos dejemos turbar, por tanto, de estas tribulaciones (cf. 1 Tm 3,3). Sepamos que en la debilidad podemos ser fuertes (cf. 2 Co 12,10), y recibiremos la gracia de completar lo que falta en nosotros al sufrimiento de Cristo, en favor de la Iglesia, su cuerpo (cf. Col 1,24); un cuerpo que, a imagen de aquel del Señor resucitado, conserva las heridas, signo del duro combate, pero son heridas transfiguradas para siempre por el amor.